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Castropol, Pueblo Ejemplar de Asturias

Sufridas madres y quejicas padres

Sufridas madres y quejicas padres

9 de Diciembre del 2019 - Antonio Valle Suárez (Castropol)

 

Me quejo a menudo de los dolores que llevamos arrastrando muchos de los de mi edad. Asoman de vez en cuando por doquier desde hace años. Recuerdo haber visto muchas veces a mi abuela en peores condiciones que las mías ahora. A ella, que por aquel entonces tenía una edad similar a la mía hoy, le dolía la espalda, el cuello, los brazos y no sé cuántas cosas más y, a pesar de ello, daba la impresión de que solo le hacía ilusión el trabajar diariamente en el campo, por eso yo un día le pregunté: “Abuela, ¿por qué te quejas tan poco si casi no puedes caminar y encima no paras ni un momento de trabajar?”. Y la buena mujer me contestó a bote pronto: “Escucha, nenín, la niñez y la juventud entienden poco de dolores y enfermedades. Los desprecian. A todo más los ven allá a lo lejos caminando cogidos amigablemente de la mano, y si no se percatan de ellos en cabeza propia los contemplan de refilón, pues no les corresponden para, al rato, cambiar de escenario ignorándolos... ¡ojos que no ven! Les aterran las enfermedades y la muerte. Pero pasados los años se van familiarizando con ambas y, aunque sin querer, las relaciones se van haciendo más estrechas hasta que, tarde o temprano, nos llevan a todos con ellos”. Nunca más menté el tema con mi abuela.

Dicen que el tiempo nos trae la razón o por lo menos nos hace ver la realidad de la vida. Y de la mano de él yo he descubierto y entendido que la tristeza en mi abuela no era provocada por los dolores de su reúma, sino que lo era por otros motivos más graves amontonados a lo largo de su vida. Hace un tiempo, al conocer aquellos motivos, se me pasaron como por arte de magia por lo menos la mitad de los que yo tenía.

A finales de los años setenta del pasado siglo cuando nacieron mis hijos los padres de entonces, además de no estar preparados para ello, no éramos invitados a participar en el parto con los sentimientos en directo, sino que habíamos de aguardar en la sala de espera hasta que la madre alumbrase. Y encima, en casos como el mío, que tengo el valor de reconocerlo sin valorar las consecuencias, no me enteré de nada pues ambas veces llegué tarde al alumbramiento motivado a que tenía que trabajar para el banco que me pagaba, que era más importante...

Hoy el destino, gracias a Dios, me hizo contemplar con dolor por primera vez en mi vida los dolores del parto en la piel de una hija que desde que le comenzaron, veinticuatro horas antes, su marido abandonó el trabajo con riesgo de perderlo, para dedicarse a su mujer y a su hijo antes de salir pitando para parir al hospital. Antes de irse al paritorio vi cómo le controlaba a su esposa las contracciones exteriorizadas en forma de dolorosos cólicos que le venían a intervalos de ocho minutos, con una duración de unos cuarenta segundos. Estoy seguro que sus alaridos de dolor que rompían el alma quedarán gravados en mi mente para siempre. Mi hijo me dijo más tarde: “Es que no has escuchado los emitidos en el momento del parto”. Me quedé callado con aquellas palabras.

Si sumamos solo los dolores del parto más los producidos por las sangrías mensuales a lo largo de toda su vida procreativa a las madres y los tenemos en cuenta espejándonos en ellos, quizá cuando nos vengan a nosotros, los homo sapiens macho, los dolores reumáticos e incluso otros mayores seguro que nos dará la risa al tiempo que los ignoramos.

No sé lo que ustedes opinan, pero yo, después de lo razonado, estimo que, si tuviésemos que parir los hombres, España haría años que estaría totalmente despoblada. Por tanto, a partir de ahora, yo haré todo lo posible para no ser un quejica y dejar pasar de largo a mis pequeños dolores conocidos.

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