En la vida del hombre, la fecha de caducidad, mejor que no
Todos los productos envasados para nutrirnos que circulan por el mercado tienen la obligación por ley de llevar una leyenda en lugar visible donde se indique su fecha de caducidad o, por lo menos, la de su consumo preferente. Con ello, el Ministerio de Consumo español, a través de la agencia AESAN, vela por los derechos de los consumidores.
Bien es verdad que con los productos marcados con fecha de caducidad o consumo preferente nos sentimos protegidos. No ocurre lo mismo con la recolección de setas en el bosque, que no portan aviso alguno al consumidor. Es decir, que si no queremos meternos en camisas de once varas con el riesgo de comer setas tóxicas debemos entender de lo que traemos entre manos. Pero si no somos expertos en micología, simplemente nos libraremos de una posible intoxicación no mirándolas siquiera, pasando de largo, sin tocarlas ni olerlas.
Sin embargo, si se trata de un producto envasado, por ejemplo, un yogur, si estamos un poco enterados podemos tomárnoslo sin problema alguno aunque su consumo esté aconsejado para un mes atrás. Claro que, además, lo comeríamos después de observar que no nos desagradase su aspecto ni que nos tumbase su olor. Evidente, ¿verdad?
Con la vida, el hombre, desde que es hombre, ya trae incorporado de nacimiento su particular ADN. En él se plasman las instrucciones genéticas aplicadas al desarrollo y funcionamiento de nuestro cuerpo físico para toda la vida. Una maravilla allí escondida para saber casi todo sobre nosotros: si seremos calvos o peludos, rubios o morenos, monógamos o promiscuos, rezadores o blasfemos... Seguramente que también viene grabada en él la fecha de nuestra caducidad... Pero, aunque volviese a este mundo nuestro finado vecino don Severo Ochoa, para seguir estudiando el ácido nucleico de que se compone el ADN, probablemente no sería capaz de descifrar en qué fecha sería la caducidad de cada "Homo sapiens".
Por tanto, ¿no os parece que podría ser interesante que el hombre conociese su caducidad y la de los demás? Y que la llevase encima con una etiqueta a la vista de todos. Pero, claro, si así fuese, sería un desastre andar por los caminos del Señor paseando la vida terrenal con fecha de caducidad, mirándonos unos a otros: "Mira, Fulano se muere tal día...", "Mengano se marcha ya, pobre, está en puertas". O, "ya iba siendo hora de que llamaran a ese que va bueno de hacerlas". Si lo supiésemos de antemano, probablemente llevaríamos una vida ordenada, sin cargos de conciencia, preparados para las sorpresas de cualquier tipo que se pudiesen presentar. Además, nos daría tiempo a dictar nuestro testamento, de manejar la forma de amar, de gastar o ahorrar, de odiar, de insultar o alabar al prójimo. De cantar las cuarenta públicamente a aquellos que nos cercenaron algunos de nuestros derechos adquiridos desde hace muchos años, por ejemplo, y a quien ahora no tenemos la valentía suficiente para hacerlo porque al no conocer nuestra fecha de caducidad, ni la suya, podemos vernos metidos en un buen lío si no medimos bien nuestras palabras. ¡Qué pena el no llevarla encima! Pero si la portásemos en lugar visible, qué pasaría si vamos a pedir un préstamo a la caja y nos ven la etiqueta donde dice que no nos queda lo suficiente... Ya le pasó a mi finado amigo Félix, que con 74 años le denegaron un préstamo en el banco alegando que estaba a punto de caducar. Menudo disgusto se llevó, el pobre.
Bueno, pensándolo bien, si no se marcase la fecha de caducidad para los productos alimentarios, seguramente nos moriríamos muchos, pues habría quien hiciese negocio vendiéndolo todo, sano y podrido, sin desperdiciar nada y sin sopesar las consecuencias. No sé si seremos conscientes de que cada año se tiran a la basura en España mil doscientos millones de kilos de alimentos, entre ellos, un porcentaje elevado de caducados. Con ellos se podría alimentar a casi dos millones de personas al año, o reducir la inseguridad alimentaria y nutricional de los seis millones de españoles que sufren pobreza alimentaria, según estudio de la Universidad de Barcelona (UB).
No sé lo que opinas tú después de leída toda esta entrelazada miscelánea que aquí me permito verter, querido lector. Pero a mí la decisión final al respecto (la de la caducidad, me refiero) me empujó a tomarla alguna de las frases lapidarias plasmadas por Manuel Vilas en su novela, "Ordesa": "Morir es caducar... la fecha de caducidad es una fecha fúnebre"... Por tanto, por mi parte al menos, deseo que los alimentos sigan luciendo su fecha de caducidad. Aunque, en lo que se refiere a la fecha de caducidad de bares, relojerías, bancos y cajas, burdeles, talleres, hospitales y, sobre todo, en la vida del hombre, la fecha de caducidad, mejor que no.
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